Dentro de la amplia gama de tipos de amores, el amor erótico, conocido popularmente como amor romántico, destaca en nuestra sociedad actual. Cuando alguien exclama “yo amo el amor”, seguramente no se refiere al amor por los enfermos o caídos en desgracia,
sino al sentimiento que surge hacia aquella persona que por sus cualidades de ser sexuado provoca un arrobamiento que impide pensar en otra cosa. La dicha se completa cuando la persona que ha quedado prendida en el amor se sabe correspondida. Es difícil encontrar hoy una pareja que al casarse no afirme sentirse enormemente enamorados.
Hay quien considera que el amor erótico o amor que surge por encontrar en una persona la fuente de claras satisfacciones sexuales, a veces tan fuerte como para enloquecer o arriesgar la vida por quien se ama, ha de ser considerado el prototipo de amor. Pero no hay que equivocarse, porque este amor se centra única y exclusivamente en una persona y hacia todas las demás se pueden experimentar los más variados sentimientos; hay quien, por no perder al ser amado, ha llegado a perpetrar horrorosos crímenes, fríamente planificados.
¿Se puede considerar exagerado afirmar que quienes más imbuidos están de este tipo de amor, con más facilidad caen desilusionados en el desamor? El amor romántico se siente que ha de durar eternamente. Pero, esa creencia es puro espejismo. Basta la llegada de un hijo y la atención que requiere, escuchar alguna frase en mal tono, el decaimiento de los encantos físicos, divergencias de criterio en determinadas cuestiones, desencuentros sexuales, juicios y apreciaciones negativas hacia ese ser en otras ocasiones idolatrado, y otras muchas circunstancias más son suficientes para que este amor se tambalee y todo acabe en ruptura matrimonial.
Vemos matrimonios, consolidados en el tiempo, donde reina el entendimiento y la armonía, llamados a una vida feliz y fructífera, dichosos con la llegada de los hijos, donde también el amor erótico vuelve a estropearlo todo. Pues hay personas con fuerte carga de romanticismo que desean vivir perennemente en un estado de enamoramiento y, en cuanto los vivos sentimientos decaen, piensan que su amor terminó y mantener el vínculo matrimonial ya no tiene sentido. Otras veces, basta el cruce de una tercera persona que encandile a uno de ambos para que todo se vaya al traste. Él o ella dirá que ha encontrado el amor de su vida, su media naranja y abandonará el hogar para seguir el dictamen de su corazón.
¡Cuántos jóvenes desoyen el consejo de sus padres para unirse con quien menos debieran! Pero, claro, el amor lo puede todo y no hay barreras que se le opongan. Y pronto el halago del mundo llega a los oídos e inflama el pecho: “¡Ha sido la victoria del amor! Todo un acto de valentía. Ha roto los prejuicios y puesto el mundo por montera”. Sin duda una torpe decisión tomada por apasionados sentimientos, de los que posiblemente se arrepentirán toda su vida.
Hoy, la sociedad descristianizada parece desconocer el verdadero amor que ennoblece a quien lo posee y que solo por la gracia divina embarga el alma. A este amor, Santo Tomás de Aquino lo llamó benevolente, amor de amistad y caridad, y lo distinguió del anteriormente mencionado al que llamó concupiscente. El primero es un amor dirigido a todas las personas sin distinción alguna, que no obedece al bien que se recibe, y que se otorga sin esperar nada a cambio. Quien sea rico en este amor puede ufanarse de disponer de un vínculo conyugal a prueba de cualquier eventualidad; vejez, enfermedad, alcoholismo, infidelidad, malos tratos y demás calamidades no podrán romperlo, pues, como decía San Pablo, el amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engría; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Verdadera receta, muy por encima de cualquier psicoterapia, para todas aquellas parejas que afirman pasar por una crisis y su remedio no es otro que llevar una vida de católicos auténticos, mediante la oración y recepción de los sacramentos.