Cualquier cristiano ha de asumir que escribir sobre los momentos que pasó Nuestro Señor en el madero de la cruz ha de suponer un ejercicio de suma veneración,
de adoración a la cruz redentora, de humildad profunda, en señal de nuestra condición, indigna de merecer tan supremo sacrificio.
Son los momentos más terribles que vivieron los seguidores del Nazareno. Aquellos pocos que se aproximaron al pie del Gólgota y observaban con durísima decepción el final de un impostor a quien ellos, necios e ingenuos, habían creído como Hijo de Dios. Se sentían vergonzosamente engañados, pero callaban, pues en aquellos momentos la prudencia lo aconsejaba. Parte del populacho, de los que gritaron ante Pilato: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!, encontraba materia para alimentar su sádico regodeo … Y mezclados en el gentío estaban los príncipes de los sacerdotes, magistrados y escribas, todos ellos agentes efectivos de la crucifixión.
Allá arriba, al pie de las cruces, tan solo estaba uno de sus discípulos junto a un grupo de mujeres, que agavilladas como mieses, escondían su dolor bajo los mantos. Entre ellas, La Virgen María, madre inmaculada, cuya serenidad no impedía transmitir su inmenso dolor. La soldadesca impávida ante la ejecución de los condenados dejaba transcurrir las horas hasta que todo se consumara.
El silencio reinante, roto tan solo por los quejidos de dolor, se enmarañó por el murmullo de voces del grupo de los sacerdotes, que criticaban acerbamente que Jesús se hubiera hecho pasar por el Mesías, por el Elegido, ¿Por qué si salvó a otros no se salvaba a sí mismo? Ellos estaban crecidos y ufanos pues acertaron en su decisión de condenarle a muerte.
¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! Exclamó Jesús, y su conmovedora petición quedó suelta en el ensombrecido cielo que todo lo cubría. Fue una exclamación de petición de perdón al Padre que nos habla de la infinita bondad del Redentor en tan doloroso trance. Pero esta conmovedora petición iba seguida de una clara explicación: ¡porque no saben lo que hacen!
Jesús reconoce la ignorancia de quienes le tienen clavado en la cruz y no pueden imaginar que todo un Dios, el Hijo del Altísimo, esté allí, ante sus ojos muriendo como un vulgar malhechor. Efectivamente, ellos, los ejecutores, estaban lejos de saber lo que hacían y, lo peor de todo es que todos los demás, los que allí no estábamos, tampoco sabemos lo que hacemos, ni lo que decimos, pensamos o sentimos en muchos momentos de nuestras vidas.
El ladrón de su izquierda, con fría lógica, fue incapaz de descubrir a Dios bajo tan lamentable apariencia, la de un miserable ajusticiado, y de su boca tan solo salió burda bazofia, lanzada a los cuatro vientos: ¡si tú eres Dios sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros! un grito que, por su sarcasmo, provocó la reprobación del ladrón de la derecha. Dimas, el buen ladrón, recibió suficiente luz para ver más allá de la simple razón y acertó en momento tan decisivo en que no cabe el error.
Divina Luz que abre la mente de los sencillos, de los simples e ignorantes. Divina Luz, ¡inúndanos de Verdad! ¡Destierra de nosotros tanta mentira y falsedad! Llévanos a la fuente donde purifiquemos nuestro ser y seamos dignos receptores de gracia para ver y creer por encima de toda apariencia. En la hora tenebrosa, cuándo el huracán mundano amenace con arrasarlo todo, hinquemos la rodilla en tierra y que nuestras lágrimas de dolor y agradecimiento nos salven de la condenación.