Me decía una señora cuyo marido, de carácter hosco e irascible, no le hacía el menor caso como no fuera para exigirle con acritud el cumplimiento exacto de sus deberes domésticos, que “ella le amaría siempre"...
y que "estaría junto a él hasta el último momento de su vida, para cuidarle y atenderle en todo lo que hiciera falta”.
Así venía haciendo desde que se casaron, a pesar de ir observando en el transcurrir del tiempo, no una dulcificación de tales rasgos de personalidad, sino una acentuación en el desagrado de los mismos. Además, se habían ido acumulando en la persona de su hombre una serie de achaques que hacían aún más difícil su compañía.
Consideré interesante todo lo que me iba refiriendo sobre su relación marital, en estos tiempos en los que por muchos menores motivos los matrimonios se divorcian, y, manteniendo el tema de la conversación, ella confesó que “le amaba por el simple hecho de ser su marido y el padre de sus dos jóvenes hijas”. Esta rotunda afirmación, hecha con la mayor sencillez, me hizo meditar. Estoy plenamente convencido de que esta mujer no había leído a Aristóteles en ese pasaje en el que afirmaba que “amar es querer el bien del otro”, ni tampoco a Erich Fromm cuando con otras palabras manifestaba esa misma idea: que amar debe ser principalmente un acto de voluntad; y, sin embargo, ella actuaba de acuerdo con el pensamiento de estos dos ilustres personajes, en sintonía total con el mensaje cristiano de amar al prójimo, sobre todo si es tu cónyuge.
Ante esta admirable mujer pensé en esa mayoría de personas que opinan que, antiguamente, los matrimonios se mantenían unidos por simple resignación, porque no les quedaba otro remedio. Hoy día muchas personas aman y se casan, muy seguras de sí, sintiéndose arrebatadas de sentimientos amorosos, que brotan de las excelentes cualidades que encuentran en el otro. Pero si estas bellísimas cualidades desaparecen de su vista, bien porque nunca existieron (fruto de la idealización), o se marchitan por cualquier motivo, entonces ese gran amor ya no tiene fundamento alguno… ya no tiene razón de ser. El enamorado apasionado de otros tiempos necesariamente dejará de sentir los vivos sentimientos que le llevaron al matrimonio y, muy creído de actuar con lógica (puro utilitarismo de nuestro tiempo), procederá a la ruptura de la unión matrimonial. Seguramente que muy pronto iniciará la búsqueda de un “otro” para rehacer su vida con nuevas nupcias, y vuelta a empezar.
Antes, los casados no se divorciaban porque tenían las ideas mucho más claras sobre lo que supone el vínculo matrimonial. Actualmente, aún existen estas personas que aceptan el matrimonio para todas las circunstancias y, si estas son adversas, no se resignan sufridamente como muchos piensan, sino que al enfrentarse a esas desgracias encuentran un nuevo sentido a su vida, capaz de proporcionarles una nueva felicidad. La felicidad que, según Theilard de Chardin, es la más profunda y auténtica: la de aquellos que se dejan absorber por las causas nobles.
Ante los conflictos que pueden surgir en cualquier matrimonio, estas personas saben que el amor no es tan sólo un sentimiento, sino una donación de sí hacia el amado, haciendo gala de una bondad tan auténtica como su capacidad para amar.